sábado, 20 de octubre de 2007

El paseo


Siempre salgo de casa a media tarde para dar un buen paseo con mi perro Buly, bueno y antes de Buly lo hacia con Tecla, con Choco, con Taro, con Dacla...
Como podéis ver el paseo con mis perros se remonta a muchos años atrás.
En otoño e invierno, a la hora que salgo el sol ya se ha puesto hace rato.
El cielo está claro y el aire fresco se siente en la cara y las manos.
Paso por mi colmenar para asegurarme de que todo está en orden, las últimas abejas se apresuran para entrar en su colmena, algunas con un cargamento de polen en las patas recogido en las hiedras en flor.



La senda que sigo sube bastante, empiezo despacio para ir calentando y pronto cojo un buen ritmo. Hace tanto tiempo que camino al atardecer que ya no miro al suelo, mis pies buscan los sitios seguros y puedo disfrutar del paisaje. Poco a poco me sumerjo en el bosque de pinos.
Cuando llevo caminando un rato me doy cuenta que lo único que veo es la oscura silueta de las montañas que me rodean. Por el Oeste el cielo sigue estando claro, miro hacia el lado opuesto y compruebo que la noche gana terreno. Veo una estrella casi imperceptible, me fijo un poco más y descubro otras que no se veían hace pocos minutos.
De lejos oigo acercarse una ráfaga de viento que viene abriéndose camino entre los árboles, veo como mueve las ramas de los más cercanos y noto en mi cara una agradable sensación de frescura.


Casi he llegado al punto donde acostumbro dar media vuelta, cuando el viento se calma, en el fondo del valle se oye el murmullo del arrollo y en la espesura del bosque canta una lechuza.
Levanto la cabeza, el cielo se ha vuelto azul oscuro, casi negro. Se ven muchas estrellas y se distinguen bien las constelaciones. Si estuviera aquí mi hermano Juan Antonio me diría los nombres de cada una de ellas.
Cuando empiezo a bajar todo es oscuridad a mi alrededor, solo oigo mis pasos y el corretear de Buly de un sitio para otro. Realmente es un momento mágico del que me gustaría no salir jamás. Si algún día me quedo que no se moleste nadie en venir a buscarme.


En una vuelta del camino se abre a mi vista el espectáculo de todo el pueblo iluminado, visto desde arriba me recuerda los belenes que hacía nuestro padre cuando éramos pequeños.
Empieza a sonar la campana de la iglesia, no es necesario que cuente, están dando las ocho. Todavía me falta media hora para llegar a casa. El camino ya es más ancho y las últimas revueltas bajan asta el nivel del arroyo. Aquí el aire es más frió todavía. Entro el asfalto y las primeras farolas rompen el hechizo haciéndome volver al mundo “civilizado”
Y mañana volveré a empezar.